CRISPR-Cas, ¿CRISPR-Qué?
/Imagen de Ernesto del Aguila III, National Human Genome Research Institute, NIH. Imagen de dominio público.
Todo empezó en 1987.
Mientras estudiaba un gen de la bacteria intestinal Escherichia coli, Yoshizumi Ishino se topó con una misteriosa secuencia de ADN. Este fragmento consistía en cinco segmentos repetitivos idénticos de unos pocos nucleótidos (los bloques que componen el ADN). Cada pedazo estaba separado del siguiente por unas secuencias más largas y diferentes entre sí, a las que llamó espaciadores. Nadie había visto nada parecido hasta el momento, e Ishino no podía ni imaginar lo que tenía entre manos.
En aquellos años la tecnología de secuenciación de ADN estaba en su infancia, por lo que el descubrimiento de este tipo de secuencias se sucedió con cuentagotas. Sin embargo, poco a poco, otros investigadores encontraron segmentos de ADN parecidos en otras bacterias.
En 1989, el español Francisco J. Mojica, se encontraba investigando el genoma de una arquea (otro tipo de organismo microscópico) cuando encontró algo parecido: fragmentos de ADN cortos, repetidos y separados por espaciadores.
Las bacterias y las arqueas forman, junto con los eucariotas (plantas, animales y hongos), los tres dominios de la vida. Y aunque pueda parecer que bacterias y arqueas son muy parecidas porque ambas son microscópicas y unicelulares, en realidad son muy diferentes. Las arqueas y los eucariotas somos más parecidos entre nosotros que las bacterias y las arqueas entre sí. Por eso, el hecho de que casi todas las arqueas tuvieran estos fragmentos de ADN y la mitad de las bacterias también, sugería que debían tener una función importante.
Comprendiendo que este tipo de secuencias era mucho más común de lo que se pensaba, los científicos decidieron ponerles nombre. Las llamaron Clustered Repetitive Interespaced Palindromic Repeats, que en español viene a ser “Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Interespaciadas”. Como esto es un trabalenguas, se las conoce como CRISPR (suena /crisper/).
Varios científicos propusieron diversas hipótesis sobre la función de CRISPR y una tras otra se fueron probando erróneas.
Con los años se observó que estas regiones siempre venían precedidas de otras secuencias. Los científicos les dieron el nombre de “CRISPR Associated Sequences” (secuencias asociadas a CRISPR), o Cas, para los amigos. De ahí que el complejo completo se llame CRISPR-Cas. Ruud Jansen, en Holanda, se dio cuenta de que las secuencias Cas codificaban enzimas que cortan ADN, es decir, son una especie de “tijeras genéticas”. Pero nadie sabía cómo funcionaban estas tijeras, en dónde o por qué.
Durante los años 90 las tecnologías de secuenciación de ADN mejoraron muchísimo y se crearon las primeras bases de datos genéticas. De vez en cuando, Mojica cotejaba las CRISPR y sus espaciadores con las bases de datos existentes. Nunca encontraba nada. Hasta que, en 2005, una de esas búsquedas dio un resultado positivo: uno de los espaciadores resultó ser idéntico a una secuencia del genoma de un virus. Mojica quedó perplejo. Para comprobar si había sido casualidad o estaba tras la pista adecuada, cotejó espaciadores de 61 cepas bacterianas más y vio que muchas de ellas, efectivamente, correspondían a fragmentos de ADN víricos.
Esto le resultó fascinante puesto que los virus son los mayores enemigos de las bacterias y normalmente las matan tras infectarlas. Revisando la bibliografía, Mojica cayó en la cuenta de que los virus no son capaces de infectar bacterias que contienen ADN idéntico al suyo en los espaciadores. El cerebro le hizo clic. Lo tenía.
Las zonas CRISPR-Cas, pensó, no podían ser otra cosa que una especie de sistema inmune. De algún modo, las bacterias eran capaces de capturar un trozo de ADN vírico e integrarlo en su genoma. Esto, suponía, resultaba en regiones de ADN donde se almacenaba una especie de historial de infecciones anteriores.
Y no estaba sólo en su suposición. Otros dos grupos de investigación liderados por Christine Pourcel y Alexander Bolotin, llegaron a la misma conclusión de forma independiente. Ahora sólo quedaba probarlo.
Varios virus en la superficie de una bacteria. Foto ampliada 200.000 veces. Foto del Dr Graham Beards - Licencia CC BY-SA 3.0.
La demostración llegó en 2007 de la mano de Danisco, una empresa especializada en cultivos bacterianos para hacer yogur y queso. Estos alimentos se producen por la fermentación bacteriana de la leche y Streptococcus thermophilus es la bacteria que más se usa.
Las infecciones de estos cultivos en empresas lácteas son bastante comunes y como podéis imaginar, catastróficas. Un virus puede infectar y matar todo el cultivo, arruinando el negocio. Por ello, Danisco tenía especial interés en encontrar la forma de que sus S. thermophilus fueran resistentes a virus.
Para investigarlo, Barrangou y colegas, científicos en Danisco, expusieron un cultivo de S. thermophilus a dos virus. Como era de esperar, muchas bacterias murieron. Pero unas pocas sobrevivieron y consiguieron reproducirse. Estas bacterias hijas resultaron ser resistentes a los dos virus. Al estudiar el genoma de estas bacterias resistentes, Barrangou reparó en que habían introducido un trozo de ADN de cada virus en su genoma. Exactamente en la zona CRISPR-Cas y en forma de dos nuevos espaciadores.
También demostraron que, si eliminaban esos dos espaciadores en concreto, la bacteria volvía a ser susceptible a los virus. Mojica, Pourcel y Bolotin estaban en lo cierto: CRISPR-Cas es un sistema inmune adaptativo. Y, además, hereditario: si una bacteria (o arquea) madre consigue sobrevivir a un virus, les pasa esa resistencia a sus hijas.
Ese mismo año, Blake Wiedenheft entró a trabajar en el laboratorio de Jenniffer Doudna, en la universidad de Berkeley, para estudiar el funcionamiento de CRISPR-Cas. Doudna era una experta en ARN, que es una especie de “molécula mensajera”. Las células copian el ADN en forma de ARN y éste se usa como instrucciones para hacer proteínas.
Gracias al conocimiento sobre ARN de Doudna, Wiedenheft y el resto del equipo desentrañaron el mecanismo de CRISPR-Cas. Cuando un virus infecta una bacteria, le introduce su ADN en la célula. Las proteínas Cas, esas “tijeras genéticas”, reconocen este ADN extraño, lo trituran para inactivarlo y toman un pedazo que introducen en su región CRISPR. La bacteria copia el ADN vírico que almacena en la región CRISPR en forma de ARN. Cada proteína Cas se une a un ARN y actúa como un policía, patrullando la célula en busca de virus cuyo genoma coincida con el ARN que llevan. Cuando lo encuentran, Cas lo corta en pedazos, inactivándolo.
Doudna rápidamente comprendió el potencial. CRISPR-Cas es como un misil de alta precisión. No corta cualquier ADN, sino exactamente el que está buscando. ¿Y si fuéramos capaces de programar CRISPR-Cas para que corte única y exclusivamente el segmento de ADN que nos interese? ¿Podríamos transformar este sistema de defensa en uno de ataque?
Junto con su colega Emmanuelle Charpentier, se puso manos a la obra para transformar este sistema inmune en una herramienta capaz de modificar cualquier genoma. Y lo consiguieron en 2012.
Para ello, escogieron el sistema CRISPR-Cas de Streptococcus pyogenes (la bacteria que causa faringitis). Eligieron un gen que querían eliminar, y les proporcionaron a dos proteínas Cas ARN que coincidía con el ADN de este. Esos complejos ARN-Cas viajan por la célula hasta que encuentran el ADN complementario y cada una hace un corte a cada lado. Ahora las células pegan los extremos de ese ADN, cerrando el hueco, y ¡listo!, ya han eliminado el segmento deseado. También fueron capaces de hacer que las células insertaran un gen nuevo en ese espacio.
Fotografía (coloreada) tomada al microscopio de Streptococcus pyogenes. Fotografía hecha por el Centro para el Control de Enfermedades en EE.UU (CDC). Imagen de dominio público.
CRISPR-Cas no es la primera tecnología que hemos desarrollado para “cortar y pegar” genes, pero es mucho más barata, rápida y versátil que cualquiera de las anteriores. Y además funciona en cualquier organismo, hasta en humanos.
Las implicaciones de este hallazgo son inmensas y sus aplicaciones casi infinitas. CRISPR-Cas puede usarse, por ejemplo, para silenciar o regular genes, para hacer plantas resistentes a plagas o sequías, así como para curar o prevenir enfermedades. También para traer de vuelta a los mamuts o los dinosaurios, al más puro estilo Parque Jurásico. (Aunque habiendo visto la película, quizá esto no sea lo más inteligente).
CRISPR-Cas nos desvela horizontes que no podíamos ni imaginar hace tan sólo unos pocos años. Pero también suscita problemas éticos de gran calibre. ¿Debemos editar nuestros genomas para curar enfermedades? ¿Y para prevenirlas? ¿Debemos usarla para editar genes en embriones humanos? ¿Podemos usarlo en células somáticas (aquellas que forman nuestro cuerpo), o también en óvulos y espermatozoides, de forma que los cambios pasen a nuestra descendencia?
Pero, en mi opinión, una de las lecciones más trascendentales de este descubrimiento es la importancia de la investigación básica, es decir, aquella que sólo se guía por el afán o el placer de conocimiento y no por la búsqueda de una aplicación práctica o el beneficio económico. Sin ella, CRISPR-Cas nunca se hubiera descubierto y no se hubiese desarrollado una tecnología que ha revolucionado la ingeniería genética, acumula ya más de 80 patentes, y promete, incluso, cambiar cómo entendemos la medicina.
Nunca sabes dónde o cuándo encontrarás el siguiente gran descubrimiento del siglo.